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-¡Suelta hilo!-, le decía a mi nieto mientras vagábamos por las calles adyacentes a su casa.  

La cometa volaba en lo alto. Simulaba un águila emprendiendo el vuelo hacia la cima donde tal vez, de ser “real”, esperasen sus aguiluchos con el pico abierto, anhelantes. Y ella intrépida escapando de las no menos garras de un cazador furtivo. Pero este águila podía estar tranquila; su vida “pendía de un hilo”, pero nadie podría separarla de él.        

Así transcurría la mañana, entre risas y vaivenes de un lado a otro de la calle, dejándonos los tres ( nieto, abuela y cometa....) llevar por el viento. Un viento que se sentía cálido, que te acariciaba la piel despejando los sentidos, a la vez que nos servía de “motor de diversión”.  

                                                    

Ensimismada iba con mis pensamientos puestos en la niñez de mis hijos, cuando el volar una cometa se transformaba en todo un juego protocolario de recogida, construcción y uso. Búsqueda de cañas,  preparación del material: papel de seda, pegamento e hilo. Y todos a ayudar a construirla hasta darle forma.

Más tarde, nos dirigíamos hasta el lugar idóneo: un pedazo de campo que nos permitiese correr libremente esperando el movimiento del aire que le diera independencia.

El hilo bien largo, que surcase los cielos, que se confundiera con el ave que vaga libremente por el firmamento azul.

-¡Abuela, una hormiga!- oigo decir a mi nieto, transportándome a la realidad.

Agachados los dos, observando cómo estos disciplinados y misteriosos bichitos acumulaban la comida que, pacientemente, portaban en fila una tras otra, a modo de procesión. Calculando por encima, el peso de la hormiga era muy inferior al portado por ella: un palo enorme que le superaba unas seis veces en longitud. Mi nieto muy atento haciendo cábalas, al igual que yo , de cómo se las arreglaría para introducirlo en el hormiguero.

Así pasamos los minutos, oteando expectantes cómo el insecto iba encaminándose con ávida agilidad hacia el agujero, donde depositaría el aporte de manutención necesario para soportar el próximo y crudo invierno.

Desde aquí se oía el croar de las ranas. Un estanque próximo, que adornaba el jardín, les servía de refugio. Mi nieto también las oyó, iniciando una carrera, cometa en mano, hacia el lugar. Una vuelta alrededor y toda mi atención puesta en él, que, divertido y fascinado por las ondas producidas en el agua  que formaban las piedrecitas que su diminuta mano arrojaba, no advertía el posible peligro de una caída al estanque, ocasionada por la inercia de la fuerza de su brazo al arrojarlas.

Contemplamos durante largo rato cómo los renacuajos, con una agilidad pasmosa, se lanzaban al estanque huyendo de las manos de mi nieto que, con ingenuo deleite, pretendía atrapar algún asustado animalito.

Tan preocupada estaba por su protección que me olvidé de la cometa. Momento que ella aprovechó para separarse de la mano de su portador, tal vez queriendo cobrar vida.

 

Era la hora de comer. Mi nieto volvía contento.

En el cielo una cometa campaba a sus anchas.

Había cobrado libertad.

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